Son las doce de la madrugada y salgo del auto. La ciudad de Guatemala es un frío enjambre de vientos que corren de este a oeste. Enciendo la vela al entrar a la casa -ese extraño aroma a mecha virgen se desprende-. Me siento sobre la cama, la luz corre pareja pero solo alcanza ciertos bordes, solo veo la mitad de las cosas, sus sombras son un universo paralelo a la realidad de ellas mismas, un universo desconocido pero "claramente" imaginable, por lo menos cierta secuencia de puntos. Apago la candela -se suelta ese olor a fuego terminado-. No dejo de pensar en lo que escribiste. Ensueño:
Mis pies tienen esas calcetas grises, zapatos chatos de cincho atravesado, mi piel también empolvada. Corro hacia el patio trasero, el sol se está apagando mojado entre esos matorrales. Me acerco a la flor amarilla que se abre por las noches y no sé si esperaba la flor o a la noche: si la noche se abría por la flor, si la flor y la noche son lo mismo. En el centro la flor está totalmente oscura y se devora a la niña que estoy soñando, la niña se adentra en la flor y ve emerger estrellas, ve el polen regado en lo nocturno. Un gran asombro se va formando y quiere reventar entre su pecho. Ella no sabe que siempre regresará allí desde otras vías, otras noches vías, otros estambres, otros años vías, desde otras mujeres, otras gentes, veinte años después.
Enciendo la vela, quiero saber si existo, si esto soy verdaderamente yo, pero no sé si después de conocerte podré ser solo yo o tendré sin saberlo una parte tuya a la que jamás sabrás que pertenezco.


